
Le he mirado por encima de mi cadera, interesada en qué tendría que decirme: 50, 44, 68 pulsaciones por minuto. ¡Estás un poco confuso, encanto...!
Me visto con calma las prendas (que están) en el estante, y salgo hacia el edén de mis zancadas.
No quedan restos del par de piezas de fruta y algo más que ingerí, en mis canales.
Hoy prohibo al viento frío circular por mis pantalones. Y no sé qué tricotado tendrán mis calcetines largos nuevos, que siento como unas melenas que alcanzan mis tobillos, y me depilé ayer...
Empiezo suave la carrera y ya noto la bocanada de calor que asomo. Noto el microclima en mi chubasquero, y las mareas de sangre que avanzan y retroceden en mis venas, al vaivén de mis brazos impulsores.
Entonces caigo en la cuenta de que la vacuna de ayer, debe de estar expandiéndose hasta el último capilar de mi carne. Luego, me explico la hazaña de mis velocidades hoy: padecer estafilococos siempre me ha dado la risa floja y gratificaciones similares.
Corro; los digitos kilométricos se van distanciando. Pero si yo fuera una liebre sobre la barandilla (los postes indicadores están a pie de barandilla), lo clavaba.
Corro; pienso en sobrenombrarme "la castigada": ¡tantas vueltas antes de que lleguen y marchen unos y otros...!
Corro; el viento del nordeste sólo sopla cuando me encaro al mar, pone las palmas de sus manos en mis hombros. Pero yo pateo en el sitio. Refrigero mis motores.
Corro; absorbo el agua embarrada con el chapoteo de mis pies.
Sé que puedo correr más. Mis piernas se convierten en fuertes columnas de marmol. Mi corazón bombea a buen rendimiento. Mis pulmones ceden y relajan al máximo serenamente.
Piso firme, tobillos seguros, sin necesidad de reequilibrios y compensaciones, sin requiebros para volver a componer mi postura.
Hasta la meta, la línea que se antoja suficiente en mis progresos.
Y camino. Camino como Armstrong cuando alunizó, como Armstrong cuando hinchaba sus carrillos para soplar su trompeta.
Contra el árbol, desato mis tensiones acumuladas. En el banco, enredo mis piernas más discretamente de lo que gustara.
Estrecho la barandilla en la palma de la mano y siento un cromo de humedad. En momentos así, Hitchcock le hubiera dado otro enfoque a su "Los pájaros" y tal vez lo hubiera titulado, "Los corredores"...
Me visto con calma las prendas (que están) en el estante, y salgo hacia el edén de mis zancadas.
No quedan restos del par de piezas de fruta y algo más que ingerí, en mis canales.
Hoy prohibo al viento frío circular por mis pantalones. Y no sé qué tricotado tendrán mis calcetines largos nuevos, que siento como unas melenas que alcanzan mis tobillos, y me depilé ayer...
Empiezo suave la carrera y ya noto la bocanada de calor que asomo. Noto el microclima en mi chubasquero, y las mareas de sangre que avanzan y retroceden en mis venas, al vaivén de mis brazos impulsores.
Entonces caigo en la cuenta de que la vacuna de ayer, debe de estar expandiéndose hasta el último capilar de mi carne. Luego, me explico la hazaña de mis velocidades hoy: padecer estafilococos siempre me ha dado la risa floja y gratificaciones similares.
Corro; los digitos kilométricos se van distanciando. Pero si yo fuera una liebre sobre la barandilla (los postes indicadores están a pie de barandilla), lo clavaba.
Corro; pienso en sobrenombrarme "la castigada": ¡tantas vueltas antes de que lleguen y marchen unos y otros...!
Corro; el viento del nordeste sólo sopla cuando me encaro al mar, pone las palmas de sus manos en mis hombros. Pero yo pateo en el sitio. Refrigero mis motores.
Corro; absorbo el agua embarrada con el chapoteo de mis pies.
Sé que puedo correr más. Mis piernas se convierten en fuertes columnas de marmol. Mi corazón bombea a buen rendimiento. Mis pulmones ceden y relajan al máximo serenamente.
Piso firme, tobillos seguros, sin necesidad de reequilibrios y compensaciones, sin requiebros para volver a componer mi postura.
Hasta la meta, la línea que se antoja suficiente en mis progresos.
Y camino. Camino como Armstrong cuando alunizó, como Armstrong cuando hinchaba sus carrillos para soplar su trompeta.
Contra el árbol, desato mis tensiones acumuladas. En el banco, enredo mis piernas más discretamente de lo que gustara.
Estrecho la barandilla en la palma de la mano y siento un cromo de humedad. En momentos así, Hitchcock le hubiera dado otro enfoque a su "Los pájaros" y tal vez lo hubiera titulado, "Los corredores"...