lunes, 21 de enero de 2008

Diezki Usera

Decíamos ayer... que el asunto nalgar precisaba intervención (profesional) inmediata. Y ahí me fui yo a fisioterapia a descontractural esencialmente mis cervicales y complementar con el mencionado anexo.
Pues bien; no notaba yo variaciones con el trato y acaté la proposición "yo me pondría frío ahí..., bolsas de gel de esas que venden que se meten en la nevera...". Y no le insté a terminar la frase.
¿Me pondría hielo si qué, si quisiera qué? El dolor se agudizó y se extendió hasta la trasera de la rodilla.
Luego compré un parche de calor que no me atreví a aplicar por si pudiera ser aún peor, a dos días de la carrera.

Zafada primero del botín atascado en mi pie y, más tarde, a tres cuartos de hora de la carrera, de la manilla de la puerta del baño, dónde le fue de mero carácter práctico -ah, pues no se puede entrar!- la noticia de que me había quedado encerrada dentro, a la siguiente y única de la cola, y no avisó en la barra -¡pero si no corrían ni ella ni sus hijas!!!-, me dirigí decidida cual Quijote a encarar cualquier gigante o molino, como otrora refiriera Fabio Mcnamara: allí en Usera, a hacer la carrera...

Las imediaciones salpicadas de los colorines de las camisetas de los corredores; salpicones con efecto lag o imagen congelada según el caso...

Toca el turno de salir. Tanteamos posiciones y al poco, mirar hacia delante amenaza con los zarpazos de una cuesta inoportuna pero real.
Los ocupantes de un coche esperan apeados en un cruce uniéndose al enemigo ya que no pueden contra... los guardias de tráfico, y nos animan; alguna vecina, desde su balcón; un grupo de escolares nos vitorea y merecen que les hagamos los honores, levanto los dedos en señal de victoria; me parece reconocer a la mujer que me abandonó a mi suerte en el evacuatorio manque hubiera una catástrofe nuclear y quedara yo sepultada en vida en mi refugio (¡qué menos que compensarme ahora con unos jaleos!).
Trato de concentrarme en no sucumbir a esa tendencia mía a decelerar y frenar ante los semáforos en rojo aunque sean los de las paralelas vías del tren...

Bajo el tunel, las pisadas suenan como el aleteo contínuo de un delfin (imagino). Ya llegan las caras sufridoras de los primeros, de frente; ya intercambiamos saludos y ánimos con los compañeros; una pequeña ristra de niños ofrecen sus manos para que las choquemos y vocean sorpresas simpáticas; los compañeros ya de retirada, nos animan, ya estamos llegando, ya está hecho, ya una vuelta al circuito, (una chica -noto una especial solidaridad de las espectadoras con las mujeres corredoras- sujeta la mano de su niña para que la choque, y me ralentizo para no abofetearla, se la cosquilleo leve), y ¡esprinta!.
No tengo reservas, pero estiro la zancada. Me voy acercando al hombre por delante de mí. No sería justo. Deceleramos hasta enfilar hacia la estrechez de la meta, o de la mesa de entrega de dorsales e imperdibles, no sé. Ahora sí me flaquean las piernas, y temo verterme sobre quien me anima y me ofrece su agua.

Y tras la tempestad, vino la calma, aunque necesitó su tiempo y una manzanilla.